La casa de las hortensias
Regresé a mi barrio y la casa que tenía un misterioso jardín de hortensias, ya no es la misma. ¡Cuántas historias en esas paredes!
Esta semana tuve que ir a dejar unos libros a San Martín, el barrio de mi infancia y me llamó la atención que la casa de los López Portilla ahora es el minisuper de algún chino. Al parecer finalmente lograron vender esa casa, porque durante muchos años estuvo desocupada y luego fue una guardería, clínica dental y tramo de frutas.
Sin embargo, cuando ellos vivían ahí la casa era como una fortaleza a la que nadie en el barrio tenía acceso; ellos eran una familia extravagante, en el barrio equivocado.
Doña Sandra tenía un jardín con hortensias que cuidaba mucho; una vez mi abuela le pidió un esqueje para sembrarlo en nuestro jardín, pero doña Sandra se negó con el argumento de que no podrían florecer en otro lugar. Siempre que mi abuela escuchaba a alguna vecina hablar de las lindas hortensias de doña Sandra Portilla, les decía que seguro eran flores de plástico.
Arturo López era un mecánico de aviación que trabajaba en el aeropuerto de Pavas y todas las mañanas sacaba su Chevrolet Impala color cobre; lo manejaba despacio como si fuera el dueño del barrio.
Siempre he sido un mal jugador de fútbol, pero muy malo. Enzo, mi amigo, siempre me decía que yo tenía dos pies izquierdos; yo creo más bien que siempre he tenido los pies al revés porque no daba una.
Una tarde de infancia, después de la escuela, improvisamos un partido de fútbol frente a la casa de los López Portillo usando el frontón de la cochera como marco rival.
Un partido de muerte súbita. Una final de copa mundial. El partido más importante para cualquier futbolista.
En los últimos minutos del juego, con la adrenalina a tope, Enzo logró driblar entre dos contrincantes, arrastró la marca del defensa-portero hacia un costado y como un verdadero crack hizo una finta majestuosa y me colocó el balón frente a mis pies; el arco estaba solitario, el defensa-portero abatido en el pavimento, éramos solo yo y la meta rival, era mi oportunidad de hacerme grande, vi el balón rodar y solté un fuerte puntapié como un delantero goleador.
El balón se elevó haciendo una comba por lo aires como en cámara lenta, a mil cuadros por segundo, la pelota fue girando lentamente y las miradas incrédulas de todos los jugadores veían ese tiro magistral producido por mis pies torcidos.
Yo tampoco podía creerlo ¿estaba en un sueño, acaso? Seguramente sí, porque el sonido que hizo la bola al caer sobre las latas del tacho de los López Portillo me despertó. Dio tres golpes sobre las latas y fue a parar detrás del muro. Fin del juego.
Por más que intentamos llamar a la puerta y pedirle la pelota a doña Sandra no nos quiso atender, no nos quiso pasar el balón de nuevo. Y la perdimos para siempre porque a la mañana siguiente nos encontramos la bola estallada en la acera. No era la primera vez.
Todos los domingos sin falta, antes de las seis de la tarde, familiares de los Lopez Portilla empezaban a llegar con sus carros impecables y de un momento a otro la esquina se convertía en una exhibición automotriz de modelos sacados de una película de mafia neoyorquina.
Todos los domingos sin falta, a eso de las siete de la noche, cerraban la puerta principal para tener una cena familiar, a la que nadie en el barrio tenía invitación.
Así que, como sabíamos que cada domingo sin falta, se reunían en esa cena fufurufa con amigos y familiares, nos pusimos de acuerdo para vengarnos por habernos estallado la bola.
Saúl y Jeffrey le compraron a don Loría tres cohetes silbadores, de los que hacen un potente chillido mientras va dejando una estela de humo denso, oloroso a pólvora y azufre.
Durante varias semanas semanas planeamos el golpe y ese domingo, cuando cerraron la puerta principal, para tener la cena, nosotros entramos sigilosamente al porche y pusimos los cohetes silbadores en la abertura inferior de la puerta, y cada uno con un encendedor a la cuenta de tres Saúl, Jeffrey y yo encendimos los cohetes y salimos corriendo como alma que lleva el diablo. Teníamos aproximadamente cuatro segundos para llegar a la otra esquina y escondernos detrás de la ermita.
En la pulpería de don Chico decían que en la casa de los López Portilla se escuchaban gritos, platos rotos y sillas chillando el piso mientras corrían de un lado para el otro tratando de atrapar los cohetes; cuando la puerta se abrió salieron las señoras tosiendo y una nube espesa de humo que se mantuvo hasta unos diez minutos después.
Los hombres se dispusieron a buscar a los responsables, pero no hubo nadie que le diera alguna pista; buscaron por los alrededores sin ningún resultado. Nosotros tres estábamos llorando de la risa cerca de la ermita.
Ese domingo no hubo cena en realidad, todos los asistentes decidieron irse a sus casas, don Arturo López guardó el Chevrolet Impala mucho más temprano que de costumbre y en el barrio nunca más se volvió a encontrar una bola estallada en ninguna acera.
Luego de entregar los libros en el barrio pasé donde el chino para comprarme un refresco y escuché a dos señoras hablando de matas y flores, una le decía a la otra que ha sembrado de todo, pero lo único que no se podía sembrar en este barrio eran las hortensias porque la tierra no era ácida.
Mi abuela tenía razón, las hortensias de doña Sandra Portilla eran de plástico.